"Te advierto, quien quiera que fueres, Oh! Tu que deseas sondear los Arcanos de la Naturaleza, que si no hallas dentro de ti mismo, aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera. Si tu ignoras las excelencias de tu propia casa, ¿Cómo pretendes encontrar otras excelencias?. En ti se halla oculto el tesoro de los tesoros. Oh! Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al Universo y a los Dioses." Frase inscrita en el antiguo Templo de Delfos, Grecia
1 de septiembre de 2007
Juana, La Locura de un Amor no comprendido
Juana I la Loca (1479-1555), reina de Castilla (1504-1555) y de Aragón (1516-1555), apenas desempeñó el poder que tales títulos parecían suponer, dado que los verdaderos gobernantes fueron, sucesivamente, su esposo Felipe I el Hermoso, su padre Fernando II y su hijo Carlos (el futuro rey Carlos I y emperador Carlos V).
Juana: ¿Loca o víctima de las circunstancias?
Tercera hija de Isabel I de Castilla y de Fernando II de Aragón (los Reyes Católicos), nació en Toledo el 6 de noviembre de 1479, y, educada por Beatriz Galindo, fue una de las princesas más instruidas de la Europa de la época. De acuerdo con la política internacional de su padre, tendente a reforzar las relaciones con el Sacro Imperio Romano Germánico y fortalecer la política antifrancesa, en septiembre de 1496, a los 16 años de edad, contrajo matrimonio con el archiduque Felipe, primogénito del emperador Maximiliano I y de María de Borgoña.
La boda, que en principio fue por conveniencia política, terminó siendo por pasión. Los jóvenes, nada más verse, supieron lo que era la atracción.
De hecho, hubo dos bodas. Una primera, más modesta, porque Felipe, apodado "El Hermoso" quería consumar de una vez el matrimonio. Otra, más tarde, digna de un matrimonio real.
El amor que Juana le profesaba a su marido era enorme. Sin embargo, la joven era contestada con engaños. El matrimonio no pudo cambiar el gusto por los escarceos amorosos que tanto le gustaban a Felipe, y que tanto molestaban a ella. A pesar de los ataques de celos de ésta y de las continuas discusiones, la pareja tuvo seis hijos.
La muerte de sus dos hermanos, sucesores al trono, dejó a Juana al poder del país. Esta situación hizo que la pareja tuviera que viajar por toda España. En estos viajes los celos destrozaban a Juana. Sufría tremendas depresiones, y la respuesta de su marido volvía a ser los engaños.
Tras el fallecimiento de sus hermanos Juan e Isabel en 1497 y 1498, respectivamente, y el de su sobrino Miguel (hijo de esta última y del rey de Portugal Manuel I el Afortunado) en 1500, pasó a ser heredera de Castilla y Aragón. Pese a las claras señales de enajenación mental y a las tendencias francesas de su marido, su madre Isabel la nombró heredera en su testamento, aunque especificó que en caso de ausencia o incapacidad administrase el reino Fernando II el Católico hasta la mayoría de edad de su nieto Carlos.
La historia vista con otra perspeciva
Los primeros años de su matrimonio, cuando aún estaban en Flandes, eran una sucesión de disgustos a causa de los celos. Comenzó a considerársela loca, pero, curiosamente, esto coincidía con las posibilidades de Doña Juana a la herencia hispana tras la muerte de sus hermanos.
Algunos señalan que lo que padecía la Reina era una esquizofrenia, lo que quizás explicaría la alternancia de sus momentos de absoluta lucidez con otros de pérdida de control. La lucidez quedó demostrada infinidad de veces en lo acertado de sus decisiones políticas; las pérdidas de control, no tanto. Su marido, su padre, su hijo, el cardenal Cisneros... todos pusieron su grano de arena para que Doña Juana sacara lo peor de sí y diera el argumento demente que todos buscaban.
El culmen de su locura se produjo aquel año de 1506. Felipe, su marido, fue trasladado ya cadáver a la Cartuja de Miraflores, muy cerca de Burgos. Y allí comenzó una leyenda convenientemente inspirada por los cronistas de su época, que escribían al servicio y en justificación de aquellos que le arrebataron la Corona y el Reino.
Sí es cierto que la Reina luchó por llevar el cadáver de su marido a Granada, tal y como él dejó dicho, y que se negaba a separarse del féretro por temor a que le impidiesen cumplir los deseos de Don Felipe, pero no lo son tanto las fábulas que se levantaron en torno al peregrinaje fúnebre.
Francisco Jiménez de Cisneros, el que fuera confesor de Isabel La Católica, asumió la Regencia de Castilla ante el vacío de poder creado por la muerte de Felipe El Hermoso, la supuesta locura de Juana I y la ausencia de Fernando El Católico.
Sin embargo, la Reina seguía tomando decisiones que hablaban de su cordura. Mientras el cardenal Cisneros intentaba que en Castilla se aceptara la incapacidad definitiva de Doña Juana, ésta, la mañana de su segunda visita al cadáver de su marido en Miraflores, recibe en audiencia a los procuradores y disuelve las Cortes. Si no hacía más era porque se encontraba casi prisionera en Burgos, en casa del condestable, donde la rodeaba un círculo impenetrable de personas que anulaban todas sus decisiones y deseos a no ser que fueran del gusto de sus enemigos. Los intentos de Cisneros fracasan, porque los nobles y el pueblo castellano no acaban de ver que su Reina estuviera tan loca.
La leyenda sobre Doña Juana y el cadáver de su marido continuó alimentándose con hechos que, según se vio con el tiempo, no se ajustaban exactamente a la realidad. Se dijo que la Reina, tanto en sus viajes de Burgos a Miraflores como en su posterior peregrinaje con el féretro de Don Felipe, se negaba a desplazarse de día por caprichos de su demencia. Sus palabras, reiteradamente citadas, fueron: No le sienta bien a una viuda andar por los caminos a la luz del día, pues la gente no ha de verla. Una mujer honesta, después de haber perdido a su marido, que es su sol, debe huir de la luz del día.
De sus desplazamientos con los restos de su marido, se dijo: ...viajaba sólamente de noche. Hombres con antorchas y monjes armados y orando componían la fúnebre y triste procesión... Allí se asentó con su comitiva, en medio de la noche, no sin antes haber hecho abrir la caja para cerciorarse de que se conservaban íntegros los restos de su marido, aunque era muy difícil mantener encendidas, con aquel tiempo, las hachas, que se apagaban por la violencia del viento, dejándolo todo sumido en completa oscuridad.
Pero los mismos cronistas que reproducen estos hechos, cuentan, en cambio, que en su primer viaje a Miraflores llegó allí antes de la misa (o sea, de día) y emprendió el regreso por la noche. Y siguen escribiendo: Tanto a la ida como a la vuelta el camino estaba atestado de una multitud de gente para pedir justicia a la Reina y presentarle sus memoriales. Esta salida produjo notoria satisfacción entre la población y despertó los recelos de los Grandes rebeldes.
El segundo y último viaje a Miraflores fue el 20 de diciembre. Por la mañana, Juana recibió en audiencia a los procuradores y disolvió las Cortes. Por la tarde se encontraba ya en Miraflores, lo que significa que también viajó de día. La resistencia de los prelados a entregarle el cadáver despertó sus sospechas. La apertura del féretro y el reconocimiento de los restos demoró la salida hasta una hora después de la puesta del sol. De no haber sido por esta demora, también hubiera viajado de día.
Pese a que habían pasado más de tres meses desde la muerte de Don Felipe, la Reina no había olvidado su empeño de llevarle a su descanso granadino, viaje que no emprendió antes por el cerco al que se vio sometida.
La llegada de la peste a Burgos precipitó la salida de Doña Juana de esta ciudad, quien, como ya ha quedado dicho, previamente recoge los restos de su marido en Miraflores contra la opinión de los prelados. Pero irse de Burgos no iba a ser fácil, aunque lo consiguiera gracias a un certero golpe de mano aprovechando la confusión del momento.
Justo cuando se aflojó la custodia impuesta a Doña Juana, ésta pasa repentinamente a la acción. Ordena que todo lo que había venido de los Países Bajos debía desaparecer. ¡España para los españoles!, dicen que gritó, y añadió la negativa a entregar Castilla a su padre, Fernando El Católico, cuestión para la que llevaba meses luchando el cardenal Cisneros. Los Grandes quedaron perplejos. Los flamencos y los partidarios de Fernando, desconcertados.
Juana aprovecha al máximo ese favorable momento y desconfía de todos los nobles que le ofrecían cobijo en su salida de Burgos. Estaba resuelta a que su partida de Burgos no significara simplemente un cambio de cautiverio.
Doña Juana se puso en camino sin Cisneros y, así lo cree ella, sin la turba de servidores y espías de su padre, para cumplir su sagrado deber y acompañar a Granada los restos mortales de su esposo, como era su última voluntad.
Pero se da el caso de que Granada está en el centro de Andalucía, y en Andalucía la Reina tiene muchos partidarios, los mismos que están en contra de los flamencos y de Fernando El Católico. Estaba claro que todos los esfuerzos de los enemigos de Doña Juana debían centrarse en que ésta no llegara nunca a Granada.
Pero volvamos a Burgos. Con una niebla cerrada, espesísima, aquella misma noche la comitiva llegaba a Cabia. La noche siguiente durmieron todos en la misma casa en que habían depositado los restos de Felipe. Y a la tercera jornada alcanzaron ya Torquemada.
Hasta la naturaleza parecía estar en contra de Juana. Al llegar a Torquemada no podía dar un pasó más, y tuvo que quedarse allí en espera de su inminente parto, el de su sexto hijo, Catalina. No habían pasado tres días cuando ya estaban allí casi todos los Grandes, con Cisneros a la cabeza. Aquel lugar, dejado de la mano de Dios, en un abrir y cerrar de ojos se convierte en una plaza de armas. Todo el despliegue de energía de la Reina había sido en vano. Doña Juana se encontraba de nuevo prisionera, como lo había estado en Burgos.
El país entero estaba pendiente del alumbramiento de Doña Juana. La Reina estaba muy débil, y tan consumida por las excitaciones y fatigas de los últimos tiempos, que se impone contar con la posibilidad de su muerte. Su fallecimiento significaría el fin de las pretensiones de Fernando El Católico, pues entonces Castilla pertenecería a Carlos, un niño de siete años, y el abuelo de éste, el emperador Maximiliano (padre de Felipe El Hermoso), sería quien mejores títulos tendría para hacerse cargo de la Regencia. Doña Juana resistió el difícil alumbramiento de su hija y, aunque tardó tiempo en reponerse, a finales de marzo su salud estaba lo bastante mejorada como para reemprender la marcha hacia Granada con los restos de su amado Don Felipe.
ni que decir tiene que el beneficiario sólo podía ser su padre, Fernando, o Cisneros. Doña Juana, sin embargo, se negó a dar semejante paso. ¿Era ésta otra pérdida de control o un momento de lucidez?
La peste llegó también a Torquemada y sus primeras víctimas fueron una camarera de la Reina y ocho hombres del séquito del cardenal. Cisneros instaló el Consejo Real en la vecina ciudad de Palencia y pretendió que Juana se fuera también allí. Pero no hubo manera de persuadirla para que entrara en una ciudad amurallada, lugar en el que fácilmente la podían hacer desaparecer y en donde nadie se encargaría de cumplir el deseo granadino de Felipe El Hermoso.
Cuando no tuvo más remedio que salir de Torquemada se retiró a Hornillos, a una milla de distancia, donde se instaló en un casón, con el cadáver de su marido. Había pensado establecerse en un convento que se encontraba de camino, pero al llegar resultó ser de monjas.
Y aquí es donde la leyenda sobre el cortejo fúnebre de Juana La Loca y sus desvaríos por su difunto marido continuaron agrandándose. La descripción de los cronistas decía:
De día ponían el cadáver sobre el túmulo en una iglesia o en un convento, y lo rodeaban de numerosa guardia, a la que se le encomendaba sobre todo que no se acercasen mujeres al ataúd. Por esta razón no paraba jamás en conventos de monjas. En una de las jornadas, mandó la Reina que se llevase el cadáver al patio de un convento, que supuso era de frailes. Pero se llenó de horror al saber que eran monjas las que lo ocupaban, e hizo que se sacase. (...) Juana se hallaba poseída de la idea de que el muerto había sido embrujado por mujeres envidiosas. Que su muerte era sólo aparente y temporal. Que al cabo de cierto plazo vovería a la vida. Vivía en el constante temor de que podía dejar escapar ese momento...
La explicación, sin embargo, bien puede ser otra. En el séquito de Doña Juana figuraba la servidumbre entera de sus caballeros y los centenares de lasquenetes que constituían su guardia. Resultaba impensable que esos rudos guerreros pernoctaran en un convento de mujeres.
Así nació la leyenda de que Juana, en un arrebato celos, se había puesto en camino en mitad de la noche para no permitir que los restos de su esposo descansaran en un convento de monjas. La cuestión es que Doña Juana llegó a Hornillos al cantar el gallo. Juana se alojó en la relativa comodidad, por supuesto con Don Felipe cerca, pero los caballeros que la acompañaban no encontraron dónde meterse. Algunos se construyeron cabañas para, al menos, poder dormir bajo techado, pero muchos siguieron camino hasta Palencia.
La Reina volvió entonces a tomar las riendas del poder en lo que era ya un enfrentamiento abierto a Cisneros. Consiguió suficientes apoyos; tantos como para que Cisneros se alarmara y pidiera a Fernando El Católico, el padre de la Reina, su regreso inmediato a España. Efectivamente, Don Fernando llegó de forma precipitada a España y pidió audiencia a la Reina. Doña Juana accedió y la cita se fijó en Tórtoles. Y como cada vez que la Reina se ponía en camino, otro tanto hacía su difunto marido, o lo que quedaba de él, hacia Tórtoles se dirigió el cortejo fúnebre.
El trecho de quince millas que va de Hornillos a Tórtoles lo cubrió Doña Juana viajando de noche. Pero no hay que precipitarse en sacar conclusiones de esta circunstancia. Juana se puso en marcha un 24 de agosto, en la época de mayor calor, y hay testimonios fehacientes de que estos viajes nocturnos en pleno verano no tenían nada de extraordinario.
Doña Juana debía de estar ya cansada de luchar contra todos. Por eso, y por el respeto que en el fondo sentía por su padre, la Reina cedió finalmente la Regencia de Castilla a Don Fernando... aunque la capacidad de decisión en última instancia era de ella.
Ocupada Burgos por las tropas de Don Fernando, éste convenció a su hija de la necesidad de trasladar la residencia real a una ciudad de mayor importancia. La Corte se puso en camino, y el féretro con los restos de Don Felipe, también.
Pero cuando Doña Juana supo que la meta del viaje era Burgos, se negó a dar un paso más. Se negaba a entrar en ninguna ciudad con murallas y castillo, porque sabía bien que no estaría a salvo. Su padre se somete y la deja, rodeada de gente de su confianza, en la pequeña villa de Arcos, en la proximidad de Burgos, mientras él sigue hacia esa ciudad con el resto de la Corte. En Arcos empieza para Juana su último período de paz y en compañía de sus dos hijos nacidos en España, Fernando y Catalina, de su pequeña Corte y de su Felipe El Hermoso, para quien sigue esperando mejor momento para llevarle a Granada.
No se hablaba ya una palabra de la locura de Juana. ¿Ya no lo estaba o ya no era necesario convencer a nadie de su demencia? Nadie piensa en recluirla, y Juana, por primera vez, no demuestra ninguna prisa en reanudar su peregrinación a Granada.
En Arcos continúa depositado el féretro de Don Felipe. Doña Juana, mientras espera pacientemente a que su padre restablezca el orden en Andalucía, se limita a hacer decir misas diariamente por el alma de su amado y desaparecido marido, cumpliendo el testamento de éste, aunque la mayoría de veces ni siquiera asiste.
Así transcurrieron para la Reina casi nueve meses de paz y sosiego.
En Andalucía, sin embargo, volvieron a levantarse voces a favor de Doña Juana y en contra de Don Fernando. Se pide incluso que la Reina vuelva a casarse, lo cual hizo temblar a Don Fernando porque la historia volvería a empezar de nuevo y perdería la regencia de Castilla. Ante la posibilidad de que los Grandes de Andalucía puedan presentarse ante la Reina, Don Fenrando decide que debe ser trasladada de Arcos a una plaza fuerte, donde se halle bien guardada y no pueda comunicarse con nadie. La plaza era Tordesillas, cerca de Valladolid.
Doña Juana no se dejó engañar y se negó en redondo a salir de Arcos. Estaba claro que no quedaba otro recurso que la violencia, mas para este extremo el Rey no se sentía aún lo bastante seguro. De momento no le quedó otro remedio que someterse a la voluntad de su hija y dejarla en Arcos, mas para asegurarse se lleva consigo a su nieto, el infante Fernando, que sólo cuenta cinco años.
Juana es presa de un terrible acceso de ira (¿volvió la locura o era sólo la respuesta de una madre?). Diríase que a pesar del aislamiento en que vivía, Doña Juana adivinó con toda precisión lo que se le estaba preparando. De ella se apoderó la desesperación y el furor cuando vio que su padre le quitaba al pequeño Fernando en calidad de rehén para el caso de que los rebeldes consiguieran llegar a ella.
Protestó, gritó, amenazó, insultó... En vano. Sus sirvientas, su guardia, su Corte entera, se negaron a obedecerla. Sus súplicas tampoco sirvieron ante su padre. Don Fernando tomó consigo a su nieto e hizo venir tropas de Valladolid para ocupar militarmente todas las posiciones en torno a Arcos.
A la Reina sólo le quedaba un recurso: resistir hasta la muerte y en soledad. Cuando a don Fernando le llegaban las cartas de Arcos anunciándole que Doña Juana ni comía ni dormía, le tuvo sin cuidado.
Es posible que Doña Juana se diera pronto cuenta de la inutilidad de sus armas, pero no tenía otras, y darse por vencida no entraba en su carácter (¿loca?).
Dos meses después de la marcha de Don Fernando, la Reina cayó gravemente enferma. El obispo de Málaga escribió al regente Don Fernando que se la podía tener más por muerta que viva.
Esto es lo único que él no podía permitir. Que Juana muriera. De ocurrir esto, el pequeño Carlos, primogénito de Juana y Felipe y futuro Carlos I de España y V de Alemania, que se educaba en los Países Bajos, sería inmediatamente proclamado Rey de Castilla, y el emperador Maximiliano, su otro abuelo, desembarcaría en el país con pretensiones de Regente. En consecuencia, hizo anunciar a su hija que pronto volvería a su lado llevando a su nieto Fernando.
Ante esta noticia, Juana cambió de conducta y modo de vida. Cuando en febrero se presentó su padre acompañado del niño, Juana se vistió otra vez con sus ropas de Reina. En el pensamiento de Fernando, esta audiencia debía ser el último contacto de Juana con el mundo exterior.
El 14 de febrero, a las tres de la madrugada, la despertaron súbitamente y su padre la ordenó que se preparase para salir enseguida. Sus objeciones no le sirvieron de nada. Don Fernando sólo consintió en dar un día de plazo a Doña Juana cuando ésta jura no moverse si no es con los restos de su esposo. No le quedó otro remedio, pues hacer salir de Arcos a la Reina de un modo tan precipitado, sin el féretro de su esposo, del cual era notorio que jamás se separaba, equivalía a confesar que la raptaba contra su voluntad y por medios violentos.
También este viaje se hizo de noche. Y esta vez sí era cierto que el coche mortuorio, tirado por un tronco de cuatro caballos, emprendió su ruta por los caminos de Castilla a la luz de unas antorchas que flameaban en la helada noche. Mas la Reina, que lo seguía, no lo hacía por deseo propio, sino en calidad de prisionera.
Fue conducida a la fortaleza que ya no debía dejar el resto de su vida. Y de la que sólo la liberó la muerte, después de cuarenta y siete crueles e interminables años, transcurridos los últimos, sólo los últimos, en franca locura.
Bastó el día de plazo que Doña Juana arrancó a su padre para que la noticia de lo que ocurría se esparciera con la velocidad del viento. Para que acudiera un sinfín de gente de Burgos y otras ciudades para ver pasar a su Reina. El fúnebre cortejo desfiló a la luz de las antorchas ante una multitud que se agolpaba en silencio a la vera de los caminos.
Era el año 1509 cuando los restos de Felipe El Hermoso llegaron al convento de Santa Clara, lejos, por el momento, de su deseada Granada. Y en la misma ciudad de Tordesillas, en un alcázar muy cercano al convento, fue recluida Doña Juana por su padre.
El féretro de Don Felipe quedó instalado en la capilla del convento, hasta que en algún momento antes de 1516 (la fecha exacta no está documentada) Fernando El Católico terminó de cumplir el deseo de su yerno: lo trasladó a la capilla real de Granada, donde aún descansa.
Doña Juana I de Castilla murió en Tordesillas en 1555, a los 76 años. Nunca dejó de ser considerada la auténtica Reina.
Su cuerpo descansó en la cripta del convento hasta 1574, momento en el que su nieto, Felipe II, lo trasladó primero a El Escorial y después a Granada. Allí, en la misma Capilla Real, permanecen los sepulcros de quienes fueron Reyes de Castilla.
Esta es otra historia, una version distinta para ayuar a comprender un poco más a una mujer que la historia nos ha mostrado siempre como un personaje excéntrico, pero que gracias a esta mirada podemos ver algo más cercano a la realidad, la historia de una Juana más humana, más real. Otra historia de alguien que vivió, luchó y murió por Amor.
Este texto está sacado en gran parte de Guiarte.com
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